Sobre la idea de ser sin cuerpo para experimentar el fin del mundo... o algo por el estilo.

VIVIR EL FIN DEL MUNDO.

Hace tiempo tuve un accidente fatal pero en esos segundos no tuve epifanías, instantáneas de mi vida ni mutaciones espirituales; sólo recuerdo el grito, más que el dolor, por aquel sentimiento de angustia al creer que mi cuerpo sería partido en dos por la llanta de un auto que, además, me arrastraba por el asfalto quemándome las extremidades.   
     Claro que pensé también, ya en la ambulancia, cuando las costillas rotas me oprimían y no podía respirar, que era “tiempo de cambiar mi vida, vivir intensamente, ser un mejor tipo…” pero pasó rápido: cuando la máscara me permitió recobrar el aliento. En el fondo sabía que eran patrañas, como todas las que suele decir uno cuando está preocupado por algo que sucedió. El accidente no me hizo mejor ni peor, sólo dejó cicatrices que al verlas detenidamente, se me eriza la piel y rememoro el grito y el vació de aquel momento. Lo que me quedo claro de la experiencia, después de las horribles curaciones, fueron dos cosas: 1) no quiero morir solo y/o postrado en una cama; preferiría compartir la muerte y, 2) que deseo encontrar un medio para vivir tanto tiempo como para tener una muerte compartida.


Eso de “compartir la muerte” de alguna manera tenía que ir acompañado con una certeza temporal para “ir más lejos” de la pura certeza de la muerte: saber cuándo iba a morir, significaba adelantarme al único conocimiento certero de la existencia. Me pareció reconfortarte –estando paralizado del dolor, sin poder tocar las palmas de mis manos con los dedos y casi desnudo bajo las sabanas manchadas de rojo por la sangre que, aunque poca, salía de mis heridas-pues sería en compañía de muchas personas y si lográbamos no enloquecer, terminaríamos riendo de lo lindo del pasado, del presente y mandando al carajo el futuro, al no haber otra salida.
     De alguna manera compartimos la muerte devorando al mundo: desarrollo industrial, consumo desmedido de recursos naturales, tala indiscriminada de árboles, exceso de contaminación, guerra, caos… Zizek, siguiendo a Marx, sostiene que preferimos éste suicidio armónico y colectivo, que modificar un poco el sistema para morir, digamos, en un ambiento sin hostilidad. Aceptemos que el ambiente es mejor, sin embargo el problema hasta ese punto, seguía siendo que moriría de cualquier forma solo, sin usar máscara anti gas y aunque dejando que generaciones futuras gozaran del mundo.
     A esto se sumaba la idea de “suicidio”, que me parece tan activo que no me atrevería a hacerlo a pesar de que hay quienes lo hacen grupalmente. No me fio de ellos. Aquella idea de “compartir la muerte” se mezclaba con la de suicidio colectivo y por ende compartir veneno con sectarios, conspiradores, “profetas” o satánicos; no iría a la guerra, jamás ingresaría a un club ni mucho menos en un auto con el humo del escape cerrado… Veo lejana la posibilidad de que piedras proféticas, apocalipsis, ataques alienígenas y hordas zombie nos hagan “compartir la muerte”.
Otra de las posibilidades para “compartir la muerte” es el fin del sol: presencia absoluta de la muerte y fin radical de todo rastro de vida. Aceptemos que así será, pero antes del pánico absurdo, hay que aclarar que ese día está fechado para dentro de 4 500 millones de años. No sé en qué segundo moriré, así que tampoco podré “compartir la muerte” de una manera feliz y sin locura si la fecha es ridícula y lejana.
Entonces mi deseo al no poder ser encarnado, tuvo que tomar el recurso de la pregunta: ¿cómo será posible que algo de mí se quede tanto tiempo para ver al menos la llegada de los jinetes, de las naves o el primer brote zombie; ya de menos algo cercano el fin del sol?
Desmoralizado lo suficiente -para ocuparme más al respecto- he encontrado algunas ideas, pero nada es claro y al contrarío me hicieron dudar de mi deseo inicial.
Me satisface para prolongar el sufrimiento existencial, una idea que critica (¿propone?) Lyotard en su libro Lo inhumano, en la charla titulada si se puede pensar sin cuerpo
Al leer a Lyotard y su análisis sobre la posibilidad de crear una inteligencia artificial capaz de comprensión verbal, razonamiento propio, intuición, autosuficiencia y capacidad para crear y reinventarse deseos y voluntades; añádanse las cargas ontológicas del ser humano necesarias para el proceso evolutivo, la memoria genética, la capacidad de sobrevivir en cualquier viaje, con los modos de adaptación y sostenibilidad propias en cualquier lugar y circunstancia, me di cuenta que era posible mi deseo, si y sólo sí en un futuro fuera posible guardar en un “contener” inhumano todo el paquete del desarrollo evolutivo del humano con la tecnología autosustentable y perdurable por tiempo indefinido. Su versión caricaturizada sería más o menos como los robots de Futurama: la esencia y el conocimiento de las personas encapsuladas en una burbuja con líquido y el cuerpo de Bender... aunque en este caso sin cabeza.
Sin embargo, y suponiendo el mejor de los escenarios, que eso fuera posible (demonios) y que tuviera la opción, el dinero o la idea de elegir ser sin cuerpo; tendría que suponer que sobreviviré años para participar de dicha tecnología y de nuevas energías que inventen un bienestar, ante la idea del fin mundo y/o de “muerte compartida”. Otro de los problemas era aceptar la utopía y no ver los contras:
Renunciar a la alegoría nihilista (“mi existencia y actos son absurdos, nada importa, todo está permitido…”) aceptar por completo la condición de no-muerto, con su aburrimiento, tedio y frustración y eliminar la tensión de la existencia al renunciar a la idea de cambio, enfermedad y sobre todo a la idea de cuerpo y por tanto a la de goce: consumir brebajes asquerosos-alimentarme de comidas deliciosas, engordar-hacer dietas, tomar cursos místico-rituales, untarme pomadas en el rostro... renunciar a la sexualidad y al bienestar psicológico que el hecho brinda para el sostenimiento de la vida, junto con cientos o miles de contras más importantes o menos.
Desde esa perspectiva no renunciaría e ello ni en mil años ni por ninguna razón. Me quedo tanto como me sea posible para ver el final de los árboles, de los combustibles naturales, del aire limpio y hasta el envejecimiento de mi cuerpo y de esos augurios distópicos y sombríos que se plantean antes de los 4 500 millones de años que tardará el sol en acabarse. O no, quizá despertamos y encontramos una solución. Pero viendo los contras, la espera tan larga y sobre todo tener esa posibilidad me resulta asqueroso.

Me quedo aquí que así estoy bien. Aunque muera solo o postrado en una cama, y como epitafio el aforismo de Cioran: 

   Aunque aparecidos tardíamente, seremos envidiados por nuestros sucesores, y aún más por nuestros sucesores lejanos. Para ellos seremos privilegiados, y con razón, pues más nos vale estar lo más lejos posible del futuro.


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