Mísero entretenimiento, mísero aburrimiento.
Si
Morfeo se presenta diciendo: “El mundo es una mentira. Una prisión que no puedes
saborear, tocar, ni experimentar. Sin embargo, tengo dos píldoras: una roja con
la que te quedas en el país de las maravillas, accedes a la verdad detrás de
este gran montaje. Si tomas la píldora azul despiertas creyendo lo que quieras
creer.” Sin duda tomaría la pastilla azul. Al despertar vería televisión sin
pensar en la Matrix.
Unos
pueden aspirar a ser héroes, está bien para mí. Yo prefiero vivir rodeado de ilusiones
antes que sufrir por el bienestar de otros; antes de sufrir, prefiero procurarme
el bienestar propio. Elegiría la píldora azul porque me gusta gozar del mundo
con sus dosis de simulacro, con todo
el entretenimiento a mi disposición, en prácticamente todas las actividades existentes
en este mundo que me híper estimula para divertirme. Elegiría la píldora azul,
también, porque la acción y el ajetreo de ser héroe me aburriría.
Los
elitistas de la Escuela de Franckfurt siguen siendo certeros cuando explican el
problema de la elección del entretenimiento, de la elección atrofiada del
hombre, y las ilusiones que proporciona el humor derivado: divertirse significa
estar de acuerdo en no pensar para olvidarse del dolor que provoca estar vivo.
La diversión se organiza para convertirse en crueldad organizada y su intención
es acostumbrar al trabajador al ritmo de un trabajo miserable; martillar en
todos los cerebros la idea de que el maltrato es divertido, quebranta la
resistencia individual. Así que El chavo
del 8, tanto como los desdichados que lo ven, reciben golpes para aprender
a habituarse a una vida miserable.
Acudimos
al entretenimiento para fugarnos del trabajo. Buscamos divertirnos para ser
felices, al menos para no estar tristes. Sin embargo, a pesar de nuestra
incesante búsqueda por divertirnos siempre se nos revela una verdad chiquita:
seguimos siendo miserables porque es imposible que la vida cotidiana sea un
paraíso de huida y relajación constante. Por eso se prefiere seguir viendo las
repeticiones de La Hora Pico, el
humor barato de tv abierta, en lugar de quedarse sin entretenimiento.
No
tengo puta idea de qué es la vida real: la vida con toda su crudeza detrás del
montaje de la Matrix. De lo que estoy seguro, es que si yo viviera en la
extrema pobreza, en una casa de cartón y lámina, pagaría tv por cable. De hecho
buscaría consuelo en la repetición de La
Hora pico para seguir recordándome que a pesar de mis pagos, sigo siendo un
humilde imbécil. Tal vez con unas monas encima, viendo los pechos de Sabrina, consiga
reducir mi sufrimiento. En el mejor de los casos, viviría alejado del suicidio,
donde ni La Hora pico, ni la Matrix,
ni las tetas de nadie lograrían consolarme.
El
entretenimiento mantiene a la mente alejada de la miseria de la existencia. La
mayoría de nosotros preferimos entretenernos con repeticiones baratas que
apagar la tv, cerrar la computadora, Facebook, Twitter, Instagram y el horror de
horrores, cancelar Netflix. A mí me da mucho miedo abandonar la seguridad que
me proporcionan esas plataformas de diversión; y hoy en día consumir no
significa ser esclavo de la programación, lo que me proporciona un grado de
estabilidad, ser “libre” de elegir hora, formato y programas con los que quiero
embrutecerme hasta morir. Al menos no brinco de la ira a la frustración cuando
veo Fails en Youtube, como cuando lo
hago al subir al metro en cualquier día lluvioso.
Prefiero
la certeza evasiva que vivir conmigo mismo un par de días. Me pone de muy mal
humor darme cuenta que estoy peor de lo que creo. No me gusta pensar en el
pasado donde hubiera elegido la píldora roja para tener una vida emocionante
persiguiendo al conejo blanco. Me maltripea la idea del futuro donde divago con
diversas versiones posibles de mí mismo: “¿Qué hubiera pasado si en lugar de
verle las tetas a Sabrina me hubiera dedicado a aprender chino mandarín?” Estar
conmigo mismo me demuestra que no tengo respuestas satisfactorias para mi
neurosis, que no sé cómo sentirme por no pagar la tanda del mes, y que no sé
cómo desprenderme del melodrama en el que se vive todos los días en la urbe más
peligrosa del mundo, viviendo junto a otros sujetos que tampoco saben cómo lidiar
con su neurosis.
¿Por
qué prefiero ver Mil maneras de morir,
Ridículos o la repetición de Jackass,
antes que aburrirme? Porque aburrirse tiene un tremendo defecto: igual que la
diversión, nos enfrentar al terror de la existencia. Estar aburrido es peor,
porque no hay evasión, no te ríes, no hay escapatoria; nada más te aferras a las
emociones (miedo, ira, vergüenza, asco) que tampoco ayudan mucho, y no hay más,
te aburres.
El
entretenimiento tiene la fortuna de hacernos ver lo miserable que somos,
mientras estamos tratando de olvidar la miseria. Evadido un par de horas,
riendo y relajado, el entretenimiento tiene acciones más efectivas contra el
dolor de vivir que el aburrimiento. Es cierto que después de cada chiste viene
el vacío, que después de cada redoble de tambor, la angustia se intensifica,
porque el recuerdo del presente que queremos evadir es constante y culero.
Porque vivir implica un esfuerzo bien grande, desconocemos cómo hacerlo bien y
cuando indagamos en ello, nos damos cuenta que la vida no tiene el sentido que
nosotros queremos que tenga. En suma, vivir, divertirse o aburrirse nos lleva
al encuentro de nosotros con la miseria de existir.
Como
sea, si alguien eligió la píldora roja y quiere demostrarme qué es la Matrix,
gracias, pero no. Me basta con vivir en el limbo de ilusiones y realidades que
me hacen dar cuenta de lo difícil que es mediar entre la diversión y el
aburrimiento de la existencia.
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